La inmensidad de la Ciudad de México ha sido siempre orgullo de todo chilango y sorpresa de cualquier visitante. Desde la escala humana y recorrida a pie, nuestra capital parece ser un intricado laberinto de calles, infinitos parques, puestos ambulantes y transeúntes que van al ritmo de la metrópoli.
Desde la altura, la perspectiva cambia. A 181.33 m sobre la esquina de las calles de Francisco I. Madero y Eje Central, el panorama de la ciudad es radicalmente distinto. Con una mezcla de edificios coloniales, setenteros y modernos, y enormes avenidas que desde lo alto parecen perfectamente trazadas, estar en la cúspide de lo que por 27 años fue la torre más alta de la capital inspira una combinación de vértigo y calma.
Cuarenta y cuatro pisos y 916 escalones comenzaron a construirse en 1948 para ocho años después dar como resultado uno de los grandes proyectos arquitectónicos de la época, y hoy uno de los emblemas de nuestra capital: la Torre Latinoamericana.
Siendo la primera construcción en el mundo cuyo armazón fue hecho de aluminio y vidrio, la torre fue catalogada como monumento artístico por el Instituto Nacional de Bellas Artes, y en 1957, tan solo un año después de su inauguración, recibió el Premio al Mérito otorgado por la American Institute Steel Contruction (AISC).
Al ser terminada, la Torre Latino, como muchos la conocemos hoy, fue el primer edificio en ser construido en una zona sísmica de riesgo, pero sostenido con 75 amortiguadores ganó fama a nivel mundial al sobrevivir el terremoto de 1957 y posteriormente el de 1985, de 7.7 y 8.1 grados en la escala Richter, respectivamente. Hoy, este deslumbrante rascacielos es considerado uno de los más seguros del mundo.
Diseñada por el arquitecto Augusto H. Álvarez –quien también es autor de la parte antigua del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México– la Torre Latino cuenta actualmente con dos museos en su interior: el Museo del Bicentenario y el Museo de la Ciudad de México, y un mirador al cual se puede acceder por uno de los siete elevadores que en su momento fueron los más rápidos del mundo.
El ascenso a lo que hasta 1972 fue el punto más alto de Latinoamérica nos deja en claro que desde arriba todo cambia, y desde ahí, la idea aparentemente caótica de nuestra querida capital mexicana se ve opacada por su majestuosidad.